En una
dieta equilibrada, la cena debe aportar alrededor de un 15-20% de las calorías
diarias. De las llamadas tres comidas principales es la que menos aporte tiene
(el desayuno aporte un 20-25% y la comida un 35-40%; quedando un 10-20% para la
merienda), y esto es por algo.
Durante
la noche nuestro único gasto energético será el generado al dormir, que es la
situación en la que menos energía gastamos. De este modo, la energía que
“sobre” de la ingerida durante la cena, se almacenará en forma de glucógeno y
de grasa.
Además,
al dormir las digestiones son más pesadas y lentas, lo que añadido a la postura
(tumbados) provocará que los problemas como reflujos y ardor puedan darse con
mayor facilidad.
Por
todo lo anterior, lo mejor es cenar al menos 2 o 3 horas antes de acostarse,
ingerir alimentos que se digieran fácilmente y que no resulten muy pesados ni
sean excesivamente calóricos. De este modo, dormiremos mejor y evitaremos que
nuestro cuerpo almacene sustancias que no debe. Y lo que también es importante,
nos despertaremos con ganas de comenzar el día con un buen desayuno ya que, si
la cena es muy pesada y provoca una digestión difícil, lo más probable es que
al levantarnos no tengamos ganas de desayunar, lo que es un error.
Si ya
lo decían nuestros abuelos: “Desayuna como un rey, come como un príncipe y cena
como un mendigo”.
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